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A principios del siglo XX la esperanza de vida en España apenas llegaba a los 40
años. En 1896, en los primeros Juegos Olímpicos de la era moderna, la marca de
los 100 metros
lisos que valió el oro fue de un tiempo de doce segundos. Si en aquel entonces
alguien hubiera pronosticado que, más de un siglo después, viviríamos más de 80
años y que un atleta sería capaz de correr los 100 metros en poco más
de nueve segundos, le habrían tomado por loco, o, como mínimo, por visionario.
Pero a lo largo de los últimos años, el ser humano ha sido capaz de llevar sus límites fisiológicos
a extremos inimaginables. ¿Existen límites? ¿Estamos cerca?
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La ciencia del deporte es un buen indicador del estado de la
cuestión. Un estudio del Instituto Francés del Deporte concluyó en el 2008 que
los récords mundiales tocarán techo en el 2060. Después de analizar más de
3.000 marcas en los últimos cien años, notaron que los atletas aprovechaban el
75% de su potencial en 1896, mientras que en el 2008 ya habían alcanzado cerca del 99%. No obstante, de acuerdo
con otro estudio coreano de Yu Sang Chang y Seung Jin Baek, publicado en el International Journal of Applied Management Science,
estos límites llegarán mucho antes: en diez años.
Existen algunos datos que explican el progreso de
las últimas décadas: ha aumentado el consumo de carne, la masa muscular ha
crecido, la higiene y la salud han mejorado. Las técnicas de entrenamiento se han sofisticado,
las instalaciones son casi perfectas, los accesorios, desde zapatos, bañadores
u otros elementos son casi óptimos. Quedan elementos aleatorios que sí pueden
influir en las prestaciones:
el viento a favor, la forma física, la actitud, la fuerza psicológica, el humor
del día. Si se produce alguna mejora en el futuro, será muy pequeña y muy
lenta.
Desde un punto de vista médico, existen unos límites
infranqueables, que residen en la estructura ósea y la fuerza muscular. Los huesos se pueden romper si
caen de una cierta altura; los músculos pueden aumentar de volumen y fuerza,
pero los tendones, que no varían, difícilmente pueden aguantar más allá de un
cierto límite. Si comparamos el cuerpo humano con una máquina, también hay un
problema de suministro energético: un principio básico
explica que la actividad metabólica en máximo ejercicio no suele superar siete
veces la del metabolismo en reposo. Es decir, que por mucha gasolina que se
ponga, el coche no irá más rápido.
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En el frente opuesto, hay quien sostiene que el ser humano tiene
todavía mucho recorrido. Sebastián Coe, mítico atleta de medio fondo, cree que
no estamos “ni siquiera cerca de los límites”. Todd Schroeder, profesor de la Southern California
University, confirmaba que el ser humano, cuando entra en juego su
supervivencia, es capaz de romper barreras. “Es
como si el cuerpo humano almacenara una reserva de energía para situaciones
anómalas. El hombre parece no ser consciente de este potencial”. Se han
documentado casos de personas que, para salvar su vida, han sido capaces de levantar rocas de
decenas de kilos o de correr a velocidades muy superiores a su promedio
habitual.
Carlos Alberto Cordente, profesor de la facultad de Ciencias de la Actividad Física
y el Deporte de la
Universidad Politécnica de Madrid, cree que la mera
existencia del límite hace que este se pueda superar. “Los
límites que existen son relativos al tiempo y la generación en los que uno
vive.”. Cordente pone un ejemplo esclarecedor: “Si Usain Bolt hubiera nacido
cuando el récord de los 100
metros estaba en 10,3 segundos, seguro que no habría
logrado correr en 9,58 s. Si él ha podido correr en ese tiempo es porque,
antes, otros corrieron en 10,0 s, 9,95 s, 9,92 s, etcétera, y rompieron
barreras que parecían inalcanzables”.
En su opinión, el afán de superación del atleta es el que va poniendo el listón
cada vez más alto. Cordente considera que, en términos generales, si vivimos en
un ambiente sano nos hacemos más fuertes de generación en generación por adaptación al
medio. Por ello, “aunque parezca imposible hoy en día batir récords como el de
Bolt, algún día ocurrirá. En lugar de fijar unos límites concretos, lo más
realista que se puede decir es que hoy corremos más que ayer y menos que mañana”.
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El debate, como se ve, está abierto. E incierto. Piero Galilea es
médico en el Centro de Alto Rendimiento CAR en Sant Cugat del Vallès
(Barcelona). “No tenemos certeza absoluta de dónde está el límite. Es indudable
de que hay un tope. Una parte está escrita en los genes, la otra se puede entrenar. Pero nos estamos
acercando cada vez más”, reconoce. La genética trata de dar respuestas.
“Existen unos genes que regulan las prestaciones. En el 2005 algunas
investigaciones aseguraban que había 170 elementos genéticos con influencia
deportiva. Hoy se sabe que hay 250” ,
indica Galilea. Y es sabido que la genética se hereda. Así, si los incas habían desarrollado un
sistema de correos a base de atletas que corrían kilómetros para entregar
mensajes, no hay que descartar que entre los andinos quede algún rasgo de ese
lejano potencial. En este sentido, Galilea subraya cómo, desde un punto de vista
estadístico, hay mucho por descubrir. “Hay
que tener en cuenta que el deporte ha sido una actividad que, durante años, ha
sido muy extendida en los países occidentales. Hay muchos niveles de población
que no tienen acceso y a lo mejor hay alguien que no se ha dedicado aún a la
práctica deportiva que tiene un potencial enorme”.
Pero no todo está en los genes. También hay factores sociales. Ahora España cuenta con grandes
tenistas, también gracias al entusiasmo que se desató en las finales de la Copa Davis en los años
sesenta. Y los genes españoles no son tan diferentes de los italianos, que
apenas han tenido figuras dignas de mención en esta disciplina en los últimos
años. Tampoco hay que
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subestimar los
desarrollos futuros en las técnicas de entrenamiento. Porque no es verdad que
en este campo todo está inventado. Todavía se está estudiando, por ejemplo, el
impacto que puede tener en las prestaciones la secreción de determinadas
hormonas del bienestar, como la serotonina o las endorfinas. Además, se ha
comprobado cómo se puede sacar más partido de un atleta al entrenar en
determinadas condiciones ambientales.
“Los métodos evolucionan constantemente: en la actualidad se trabaja en
hipoxia, para estimular la respiración con menor concentración de oxígeno”,
indica Galilea. Otra rama que aporta avances es la cronobiología. Por ejemplo,
“aprovechar más ciertas horas del día, cuando el cuerpo del atleta rinde más; o
mejorar la recuperación de las lesiones y evitar parones que
afecten al rendimiento”, señala.
Más allá de la vertiente deportiva, la medicina aeroespacial, que
estudia el comportamiento del
ser humano en situaciones extremas, ofrece conclusiones interesantes. Por
ejemplo, según una investigación del profesor de Psicología de la Universidad de
Filadelfia, David Dinges, el límite óptimo de productividad del ser humano se
sitúa en las 12 horas. Si excede este límite, empieza el cansancio. También
comprobó, tras analizar horas de vuelo, que la mayoría de los accidentes se producen al cabo de 17 horas.
Y es que para estar bien, precisamos dormir. Los experimentos del
profesor William Dement, de Stanford, demuestran que uno de los efectos de
la vigilia prolongada es que el sujeto se olvida de lo que hace. Las ratas,
cuando se las mantiene despiertas, ante el colapso del sistema inmunitario y
graves alteraciones en el metabolismo, mueren a las dos semanas, menos tiempo
de lo que tardan en fallecer de hambre. Se cree que el hombre puede
morir al cabo de dos o tres semanas sin dormir.
El ser humano evoluciona y los estudios certifican que, en el
curso de los siglos, nos hemos convertido en seres más longevos. Pero hablar de un elixir de la vida
eterna es un espejismo: un reciente estudio publicado en Nature Cell Biology sostiene
que cada célula está condenada antes o después a
envejecer y apagarse: los telómeros, extremidades que protegen los cromosomas,
con el tiempo se acortan y no se pueden reparar. Un equipo de la Universidad de Chicago
estableció que la esperanza de vida tiene un límite de 85 años y que, si se
mantuviera la tendencia actual, se alcanzarían los 85 años de esperanza de vida en los años cuarenta del siglo XXI.
Habría que ver en qué estado llegaríamos a esa edad. Nuestro
cerebro, por ejemplo, es una incógnita. ¿Ha alcanzado su máximo potencial? No
se sabe. Una investigación llevada a cabo por Thomas Landauer en 1986 ha demostrado que un
adulto es capaz de memorizar, a lo
largo de su vida, una cantidad de información de 125 megabytes, lo que equivale
a una decena de fotos en alta resolución o el contenido de cien copias de un
libro como Moby Dick. Pero Von
Neumann, en un trabajo anterior, estimó que la capacidad de almacenamiento del
ser humano es el doble. Asimismo, según la revista Scientific American, estaríamos muy cerca del límite
del tamaño cerebral: si fuera más grande necesitaría más energía y
podría ser menos eficiente.
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También somos más altos que en el pasado. Según los académicos
Thomas Hills y Ralph Hertwig, el límite se situaría en dos metros y medio: más
allá habría problema de irrigación sanguínea y fortaleza de
los huesos. Más escéptico, en 1886 Francis Galton, mediante un cálculo
estadístico sobre la altura de padres e hijos, comprobó que a larga escala se
produce efecto de regresión hacia la media, con lo que no hay que esperarse
muchas variaciones. Cara al futuro, puede que con la implantación de
órganos o de circuitos artificiales consigamos llevar todos estos límites hasta
fronteras inimaginables. Pero tal vez para entonces ya seremos menos hombres y
más máquinas.
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Algo está muy claro; Cuanto más ejercicio físico hagamos, mayor será nuestra esperanza de vida y mejor será la calidad de esta, sin olvidar claro, una buena alimentación y un entorno emocional lo mas sano posible.
-äma-
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